El nombre Cristóbal viene del latín Christophorus, y este del griego Χριστόφορος (Khristosphoros), formado de:
El cambio de -phorus a -bal se explica, pues la φ griega puede convertirse en v o b española, como vemos en:
Así tendríamos: Χριστόφορος -> Christophorus -> *Christóboru -> *Cristóbalo -> Cristóbal.
El cambio de -l- a -r- (Christophorus -> Cristóbal ) sería un lambdacismo por disimilación, como en Bernal (Bernardo), Geraldo (Gerardo) y Nolberto (Norberto).
Por ser el portador de Cristo, a San Cristóbal lo muestran con un niño Jesús encima de su hombro. También esa es la razón por la cual es el santo patrón de los viajeros.
En la foto de arriba podemos apreciar la imagen de San Cristóbal en el cerro de Santiago, Chile, que lleva su mismo nombre.
San Cristóbal es sin duda, uno de los santos tradicionales cristianos más conocidos y extendidos en el mundo cristiano, de más fuerte arraigo tradicional, y este nombre de varón en sus distintas versiones es frecuente en diferentes lenguas.
En el santoral cristiano figuran muchos tipos de santos. Unos son personas de los que se conoce su historicidad, vida y obras con todo detalle. En reconocimiento a su labor cristiana, su santidad, etc., la iglesia canonizó y los elevó a los altares. Un ejemplo como muchos otros es S. Francisco de Asís, que vivió entre el s. XII y XIII, que eligió una vida de pobreza y fundó la orden monástica franciscana, y del que se tienen casi todos los datos de su existencia. Fue canonizado a los dos años de su muerte.
Pero las canonizaciones de santos de los primeros siglos del Cristianismo se realizaron mucho tiempo después. Sus vagas historias, si es que se conservan, fueron tradiciones orales, no escritas y pasadas por muchas bocas, que en determinados momentos se aceptaron tal cual, o meros nombres en lápidas o en breves menciones. En realidad muchas son leyendas piadosas y contienen elementos legendarios abundantes, imaginarios, exagerados o inspirados en creencias previas.
Algunas de estas historias, muy concretas, se han investigado, y en algún caso asistimos en realidad a la cristianización de un elemento previo muy claro, como en el caso de S. Cristóbal, cuyo carácter irreal y legendario incluso reconoció el papa Pablo VI en 1969, declarando oficialmente no canónica su leyenda (es decir, no aceptada como verdad asumida por la iglesia católica, si bien la iglesia ortodoxa no se ha pronunciado al respecto), aunque no se relegara o prohibiera su culto por ser una devoción muy tradicional. El hecho de tal reconocimiento se debe a todas las investigaciones realizadas por iconógrafos del arte, arqueólogos, lingüistas…, que lograron explicar con múltiples pruebas su origen.
Para ello debemos remontarnos a los primeros siglos de Cristianismo y entender que los cristianos no eran marcianos venidos de otro planeta: eran gentes que formaban parte de la cultura grecolatina del Imperio Romano, de su mundo legendario y literario, de sus tradiciones, hábitos y mundo estético y cultural, sólo que se habían convertido a una nueva religión. En la tradición antigua romana y también griega, siempre se prefirió la incineración de los cadáveres a su inhumación: se incineraban, se recogían sus huesos y cenizas, y se enterraban bajo una estela vertical de piedra, o se guardaban en pequeños nichos familiares como nidos de paloma, en los cementerios. Pero a partir del siglo II, y sobre todo en el III, se pone de moda mucho más la inhumación, amplísimamente generalizada en el s. IV, siglo muy importante en el ascenso del Cristianismo y del número ya grande de cristianos. La nueva moda del enterramiento crea un problema en las grandes ciudades (ya detectado a fines del s. I), y es que las zonas de cementerio a veces ya muy saturadas, se llenan al máximo y se quedan pequeñas, pues los cuerpos, en sarcófagos o en otras formas más modestas de recubrimiento, ocupan mucho más que las cenizas. Así por ejemplo, Roma era una gigantesca ciudad para la época. Tanto en Roma, como en lugares donde el suelo lo permitía (rocas sedimentarias, toba, etc.), porque era fácilmente excavable y a la vez no desmoronable, de buena resistencia, llena la superficie del cementerio, se excavan galerías subterráneas bajo él, y se utilizan para enterrar. Cuando un nivel de galerías está lleno, se excava otro nivel debajo de ese, de nuevas galerías. Nacen así desde el s. I d.C. las famosas catacumbas, muy conocidas las numerosas de Roma, pero también existentes en otros muchos lugares (Nápoles, Siracusa, Odesa o lugares de Oriente). La gente cree que las catacumbas son cementerios cristianos, sólo porque en ellas se detectaron los primeros enterramientos de cristianos reconocibles como tales. Nada más lejos de la realidad: son simplemente cementerios donde se enterraba la gente, entre ellos los cristianos, claro, que también eran gente corriente y se hacían enterrar como los demás y donde los demás: en catacumbas donde las había o en cementerios de superficie donde no las había, cristianos que al principio eran muy pocos. Y los cementerios, aparte de los lugares de culto compartidos, son uno de los lugares de mayor grado de trasferencia de iconos, símbolos religiosos, funerarios, etc. (aparte de todo el mundo religioso y legendario que se comparte en vida). A partir del siglos posteriores, el cristianismo casi dio culto a esas catacumbas como si fueran exclusivamente cristianas porque allí situaban los restos de sus primeros miembros, santos y mártires, cosa que ni siquiera era cierta, pues Roma a lo largo del s. V fue sitiada y saqueada tres veces por oleadas de pueblos bárbaros, visigodos y vándalos principalmente (410, 455 y 472). Unos saqueos fueron más dañinos que otros para los edificios y personas de la ciudad, pero lo que sí sabemos es que estos pueblos, apostados fuera de las murallas de Roma, saquearon a fondo los principales cementerios y catacumbas, situados extramuros, para hacerse con los ajuares funerarios. Sabemos que dejaron en torno inmensos campos de huesos revueltos de todas las personas allí enterradas, y que después buena parte de esos huesos fueron acarreados en masa por los cristianos y situados en los cimientos de sus nuevas iglesias y templos, de modo que son muy escasas las tumbas intactas halladas después. También nació la leyenda de que las catacumbas fueron utilizadas como lugar de refugio de cristianos en época de persecuciones, cosa rotundamente falsa demostrada por la arqueología. Pero el valor de las catacumbas es inmenso por cómo muestran la evolución de iconos funerarios y religiosos, y la multiplicidad de formas religiosas en contacto y sus interferencias estéticas.
El Imperio romano fue un espacio donde proliferaron multitud de cultos religiosos diferentes que se practicaban libremente por todas partes, ya que los romanos solían incorporar todas las formas religiosas practicadas por todos los pueblos, donde al principio los cristianos constituyeron una pequeña minoría. Aparte de la religión tradicional griega y romana, politeísta, y en que el culto a diversas divinidades se centraba más en lograr su favor para el desarrollo de las funciones naturales y sociales, más que pensando en una vía de salvación más allá de la muerte, florecieron numerosos cultos cuyo principal objetivo y creencia era la pervivencia, resurrección y salvación en una vida posterior a la muerte: los antropólogos e historiadores de las religiones los llaman en conjunto "cultos mistéricos", a partir de la palabra griega μύστης (mistis = iniciado), pues en todos ellos en general el creyente debía pasar por una fase de aprendizaje de verdades de la fé y por un ritual de iniciación que lo convertía en miembro de la comunidad de creyentes, y hacía que pudiera participar en los rituales y sacramentos, cerrados normalmente a los no iniciados (lo que no sucedía con la posible participación abierta sin requisitos en las plegarias y rituales de los dioses tradicionales griegos y romanos). Sería muy largo enumerar o explicar cada uno de estos cultos mistéricos y su origen, organizados en torno a una divinidad o a un héroe que sufre un experiencia de muerte y renacimiento. Pero hay dos variantes religiosas en torno a la idea de la vida de ultratumba de gran tradición y antigua en el mundo griego: se trata del orfismo y el dionisismo.
En ambas hay un mito central para la creencia: el mito de Dioniso Zagreo. Según él, Dioniso (conocido por Baco, por los romanos), hijo de Zeus y Sémele, por la muerte de Sémele es acabado de gestar mágicamente en el interior del muslo de Zeus. Los Titanes se apoderaron después de este niño divino y, despedazándolo, lo cocieron en una caldera y lo devoraron. Pero Zeus descubrió a los titanes cometiendo esta atrocidad y los fulminó con sus rayos. En la caldera sólo quedó el corazón del niño. A partir de él, que fue hallado por Atenea y Rea, la diosa Gea (o el propio Zeus según otras versiones), reconstruyeron el cuerpo de Dioniso y lo devolvieron a la vida. El dios Hermes, protector de viajeros y caminantes, era también el "psicopompo", es decir, tenía como misión propia ser el conductor de las almas de los muertos al Hades o mundo de ultratumba, y las llevaba hasta la frontera de agua que según la mitología separaba la vida y la muerte. Se trataba de un ancho río cenagoso (el Estigio) o de una inmensa laguna (la Estigia), que las almas debían cruzar. En esta función, en pinturas, relieves funerarios y cerámicas Hermes era representado con el petaso (sombrero de ala ancha de los caminantes), la clámide (capa de viaje) y un báculo, a veces rematado en forma de caduceo, conduciendo a las aguas a las almas. Así, hubo de llevar en sus hombros o sus brazos al niño Dioniso a la frontera Estigia, pero al ser resucitado tuvo que volverlo a traer. La figura de Hermes portador de Dioniso niño en ese doble viaje de ida y vuelta, era todo un icono importantísimo para los cultores dionisíacos y órficos, pues simbolizaba que tras la muerte había un renacimiento en una vida mejor. En efecto, según el mito, de las cenizas de los Titanes fulminados caídos sobre la Tierra nacieron los seres humanos que tenían una parte titánica, mala, y una chispa divina, dionisíaca, buena, al haber devorado los titanes el cuerpo de Dioniso: con la práctica religiosa y la virtud cultivaban y desarrollaban esa chispa divina, que tras la muerte, como a Dioniso, si seguían las reglas correctas les haría renacer como almas inmortales en un más allá.
Este icono estuvo muy extendido. Ya Praxíteles hace una versión muy clasicista de él en su famoso Hermes (en que simplemente el dios aparece como un atleta desnudo, con el niño Dioniso en su brazo, pero no es el icono religioso habitual, con el dios ataviado de psicopompo y el niño en su hombro).
Por otro lado el vocablo χριστός (xristos = ungido con aceite) aparece ya en Eurípides, en el s. V a.C. y los griegos conocen esta práctica habitual en los reyes orientales como reconocimiento una especie de autoridad divina, adjetivo que luego los cristianos aplican a Jesucristo. Y el término χριστόφορος (xristoforos) aparece en la Antología Palatina (colección de poemas griegos antiguos y bizantinos, anteriores al s. X d. C.), aplicado a aquellos que vieron nacer a Jesús o anunciaron el nacimiento de un ungido, y a ningún santo, que sepamos.
Obviamente los cristianos conocieron representaciones del Hermes portador de Dioniso en el tránsito entre la vida y la muerte, y lo identificaron con un santo, y del mismo modo conocían o tenían recuerdo popular del importante mito religioso, y esta imagen se transformó en un santo sin nombre, para ellos, portador de Jesus niño, o les fue explicado así: el Cristóforo.
Un dominico italiano del s. XIII, Jacopo de Varazze, en una obra llamada "Leyenda Aúrea", unificó las versiones populares orales de la leyenda de este santo que recibía culto antiquísimo por todas partes, en especial en los medios rurales, santo sin nombre, pero llamado por todas partes Cristóforo, Christofer, Cristóbal, etc., vestido de caminante, con sombrero de ala de viajero y báculo, y la escribió y la desarrolló en detalles. Según unos sería un mártir de Licia, según otros un soldado africano de época romana, según muchos un hombre fuerte y gigantesco, pero en todos los casos dedicado a llevar a los viajeros hasta un río y hacerlos pasar, y al que un día se le apareció el niño Jesús, al que hubo de trasladar sobre sus hombros, según Jacopo de Varazze, sintiendo un peso descomunal, pues el niño le dijo que cargaba con los pecados del mundo, para redimirlos a todos de la muerte.
- Gracias: Helena
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