La palabra superlativo viene del latín superlativus (hiperbólico, exagerado, que es llevado por encima de su grado habitual, gramaticalmente, lo que sirve para llevar una cualidad por encima de todo grado). Se trata de un adjetivo con sufijo -ivus (relación activa o pasiva), derivado de la acción de la superlatio, superlationis (exageración, grado máximo de elevación de una cualidad), nombre de acción con sufijo -tio(n) del verbo superferre (llevar algo por encima de cualquier cosa) cuyo supino es superlatum, prefijado con super- (por encima de) del verbo polirrizo ferre (llevar, producir, soportar) cuyo supino es latum, y cuyo tema de presente o infectum se asocia a la raíz indoeuropea *bher-1 (llevar), mientras el tema de supino latum, cuya variante radical genera superlativus, se asocia a una raíz indoeuropea *telƏ- (levantar, sostener).
Nuestra estructura de grados del adjetivo es heredera directa de la del latín, pues estructuralmente tenemos una lengua latina. El superlativo es un grado del adjetivo que ya teorizaron bien los gramáticos latinos. En realidad es una estructura nocional indoeuropea que tiene también el griego y otras lenguas indoeuropeas. Lo que pasa es que cada lengua indoeuropea elige formantes o morfemas diferentes para generarlo. Y nosotros, claro, como lengua latina que continuamos siendo, tenemos los formantes que ya eligió el latín. Nuestro superlativo puede ser de dos tipos:
Realmente la lengua vulgar hablada latina fue diferenciando, clarificando o facilitando al desarrollar diversas expresiones latinas sustitutorias, la comprensión del superlativo latino. Este, en latín clásico, tenía una sola forma para cada adjetivo y con esa única forma, según el contexto, se podían expresar todas las nociones. Esta forma se generaba con un sufijo que primitivamente fue *-mo y vemos en algunos viejos superlativos entendidos como irregurales, con una mera terminación en -mus, como optĭmus, infĭmus, maxĭmus, etc. Pero pronto se generó un sufijo superlativo complejo formado por adición de dos, *-so-mo. En este, la o breve de -so pasó a -su, generando terminaciones en -ssumus, que luego por su situación ante nasal labial esa u pasa a i, generando los clásicos superlativos en -issĭmus (como altĭssimus, sapientĭssimus, carĭssimus, etc.) que resultados tan prolíficos han dado en castellano en todas nuestras formas regulares en -ísimo. Pero cuando este doble sufijo *-so-mo se encontraba con raíces adjetivas acabadas en erre de esos típicos adjetivos con nominativo en -er (como liber, pauper, acer, etc.) se producía una asimilación consonántica de la s a la r, dando lugar a esas típicas terminaciones en -errĭmus que conservamos en formas como libérrimo, paupérrimo o acérrimo. Y aún cuando *-so-mo se encontraba con adjetivos que, por estar sufijados en -alis o en -ilis mostraban una ele radical, la s se asimilaba a la ele, dando lugar a terminaciones en -illĭmus muy características, como en facillĭmus y utillĭmus, formas que no pasaron a las lenguas romances porque los hablantes de latín vulgar acabaron encontrándolas raras y rehaciendo por analogía variantes en -issĭmus, como facilissĭmus y utilissĭmus.
Así era como el latín, con una única forma, era capaz de expresar todos nuestros matices nocionales superlativos, y si se decía, por ejemplo: Cicero eloquentissimus fuit, podíamos entender sin más "Cicerón fue muy elocuente", o "fue elocuentísimo" o "fue el más elocuente", y sólo obligaba a entender la noción relativa cuando el superlativo se completaba con un complemento específico, como por ejemplo: Cicero hominum eloquentissimus fuit ( Cicerón fue el más elocuente de los hombres) o Cicero eloquentissimus inter omnes fuit (entre todos, Cicerón fue el más elocuente), o cuando las frases anteriores o posteriores daban a sobreentender la relación con un grupo de referencia.
- Gracias: Helena
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